Daniel Prieto Castillo


Sentí por primera vez la muerte a los cinco años. Estábamos en el fondo de casa con Tito, mi hermano mayor, y un amigo suyo, Julio, macizo, colorado, puro impulso, que hablaba a las carcajadas y movía las manos como molinetes. Yo miraba desde abajo, pero no a ellos. Tenía los ojos amarrados a la magia de un colibrí. Julio me miró y siguió mi mirada. Vi sus dedos buscar la tierra y recoger una bolita de vidrio con la que yo había estado jugando, sacar del bolsillo de la camisa una honda, cargarla, tensar los elásticos y disparar. La bolita centelleó en el cielo, la tuve en mis pupilas nítida hasta que se hundió en el azul del pecho. Julio saltaba borracho de alegría, sus carcajadas rebotaban contra las paredes, llegaban a la calle, herían mis oídos. El colibrí abrió las alas, crucificado en el cielo y cayó, arcoiris desgarrado por un rayo. Julio lo barajó en el aire. Recuerdo para siempre sus manazas como garras tirando de las alas en toda su pobrecita extensión, la sangre pintando las plumas azules, la cabeza sin vida cayendo en cualquier dirección.

Desde entonces los colibríes me llenan de tristeza y un dolor me remuerde el pecho. Si yo no hubiera mirado, Julio no lo hubiera visto.

Así fue hasta ayer.
El gato de casa es negro, de negrura absoluta. Sólo rompen tanta sombra unos tremendos ojos verdes. Manso como un amanecer sin nubes, de vez en cuando recuerda su pasado de pantera y nos trae de ofrenda un pájaro. De vez en cuando, aunque cualquier aleteo, cualquier trino, lo pone en guardia. Ayer saltó de la cocina, relámpago negro, y se perdió en el patio. Seguí escribiendo, “este miti” dije. Fue cuando me llegó un maullido grave, gutural, nacido desde demasiado adentro. Corrí y encontré al miti en la lavandería pegando saltos imposibles para llegar con sus uñas en ristre a un enorme colibrí que chocaba como ciego contra la ventana sin atinar a la salida.

He dicho que mi gato es manso. Lo levanté y se dejó llevar a la cocina. Cuando volví, el colibrí se estrellaba sin tregua contra los vidrios. Pensé en echarle agua pero algo me hizo elegir el escobillón. Lo levanté al revés, con las pajas hacia arriba, y fui acercándolo suave mientras cantaba una a infinita, como en un arrullo. Él dejó de aletear y se paró sobre el escobillón. Pude mirarle el pecho azul, el arcoiris vivo de las alas, la cabecita erguida y los ojos abiertos como lunas espantadas. Caminé hacia la puerta sin dejar de arrullarlo, como quien acuna a un ángel. Se dejó llevar, pero cuando estábamos al borde del dintel volvió a su vuelo desesperado y a sus golpes de espanto contra los vidrios. No cesé nunca mi canto. Alcé otra vez el escobillón y retomamos el camino. Cinco veces así. A la sexta bajé suave el brazo y empujé el palo con fuerza hacia la salida. Alcancé a ver sus alas pintando la tarde, su pecho de cara al cielo, azul con azul, mientras se cerraba la llaga de mi alma y las carcajadas de Julio dejaban de aturdirme; mientras el niño aquél, tan presente en mí, volvía a mirar con alegría a todos los colibríes del universo.

 

Daniel Prieto Castillo

Diciembre, 2007

 


Nunca sabré cuántos éramos. No pocos, eso sí. Muchos miles de miles hacen falta para llenar cerros como éstos. Arracimados, nos apretábamos más, piel a piel, para dejar campo a algún implorante rezagado. De vez en vez, una piedra floja, un gordo, dos amantes retozones, abrían el camino a una avalancha sin frenos. Un pedazo de ladera se despoblaba, por unos minutos apenas. Los desbarrancados, blancos de tierra, arañados por los feroces yuyos nuestros, golpeados por cuanta piedra y cuerpo les había acertado, trepaban como una tormenta de hormigas furiosas.

 Cuando ya ni una mirada cabía comenzamos a apedrear a los retrasados. Oscurecimos el cielo piedra a piedra y más de uno encontró allí sepultura. No muchos. El susto alejó a los otros y pudimos tejer y destejer tranquilos las horas de la espera. No fueron horas, de eso estoy seguro. Soles fueron. Unos quince, creo. O más. Anduve preguntando, cien me dijeron aquí, quinientos allá. ¿Quién sabe? Quince, cien, quinientos soles esperamos, los ojos agarrados al lomo de la montaña alta, tan alta que no cabía en el cielo. Oscura, con paredes verticales hasta el vértigo, era, es el horizonte primero y último. Ríos negros paría, nubes sin márgenes que nos maldecían los campos con lluvias despiadadas; vientos calientes, cargados de polvo y yuyos filosos.

 Los vientos anunciaron el comienzo. Más fuerte que nunca  llegaron y abrazaron a muchos desprevenidos. ¡Ay de los abrazados por esos brazos! En el aire mismo se secaban, cenizas, nada eran. No hablo por noticias, con estos ojos los vi revolcarse hacia arriba.

Las ráfagas arrastraron el sol. Fue la noche. Asustadas titilaban las estrellas a lo alto. Una a una las barrieron los vientos. De a puñados rodaron horizonte abajo, sin una queja, débiles luciérnagas apenas sostenidas en un cielo atroz.

Cuando nada quedaba por apagar (el pobre brillo de nuestra mirada no contó nunca), cuando una  sombra confundía piedra, cielo y cuerpos, cuando solo el rumor de nuestra sangre balbuceaba presagios, la montaña abrió piernas sin márgenes y empezó a parir legiones de diablos.

Oceános de luz nos sangraron los ojos, ni de sol ni de estrellas, que diablo también alumbra. Temblábamos los mirones, llorábamos. ¿Y si se nos vienen? ¿Y si por divertirse nomás nos buscan? No vinieron. Era su baile. Diablo de baile no caza. Ni de baile ni nunca. Espera. Más tarde o más temprano uno va hacia él.

Se incendió la montaña. Un río de diablos quemó los yuyos que se consumieron sin un mísero crujido, quemó miles de quirquinchos (no iban muy lejos con las patitas cortas, se asaban dentro de sus caparazones y  eran ceniza) (¿y ahora con qué vamos a hacer los charangos?, me sopló el Jaime a la oreja); las arañas buscaban alejarse a los saltos y en el mismo salto se volvían llama, chispa, nada; serpentinas de fuego eran las serpientes, enroscadas sobre sí mismas, como queriendo morderse la cola; ardieron cielo arriba los pájaros, ardieron las alitas del jilguero y del hornero; ardieron abiertas las del águila, ardieron furiosas las del buitre, ardieron serenas las de la urraca.

Nada vivo quedó el en camino; los diablos iniciaron su baile. Nada vivo, que nosotros no contábamos.  Ni un sonido, ni una música nos trajo la noche. Baile de diablo es de fuego, ¿ha oído alguien la música que mueve las llamas?, ¿hay alguien que no las haya visto bailar? La montaña toda bailaba, con sus piernas abiertas en el esfuerzo de parir legiones de antorchas, que cada diablo era una.  Oleadas rodaron gozosas por los cauces malditos de los ríos, treparon las verticales paredes en las que nunca un pie humano se animó a buscar desventuras, hicieron cima y la montaña toda fue una antorcha, la más grande del universo. Las llamas amenazaron volver cenizas el paraíso, interrrumpir la contemplación de las almas con la que soño Agustín, adueñarse de ese espacio del que fueron arrojados el Príncipe y sus legiones en los comienzos.

Pero todo era fiesta. Diablo de fiesta no pelea, juega a la guerra, a la conquista, pero no guerrea ni conquista.

¿A ver solo esto vinimos?, rumorábamos los mirones cansados de tanto fuego.  Nadie intentaba irse.  Presentíamos que esa antorcha había sido tejida para algo. Además, ¿adónde ir? Cuando estábamos fatigados de llamas la montaña cesó en su parto y los diablos, en perfectas formaciones, iniciaron danzas y contradanzas que casi nos hicieron estallar en aplausos. Y estallamos nomás, golpeamos las palmas hasta la sangre, nos aturdimos con nuestro propio ruido. Para nada, los otros seguían en lo suyo, ni uno solo volteó a vernos.

Fue entonces cuando la montaña desgarró su vientre en un quejido final y el Príncipe asomó entre sus fatigadas piernas. Más que mil soles resplandeció al frente de sus legiones. Caído, maldito, pero ángel al fin, partía en dos la montaña con su cuerpo vertical, perfecto, figura infinita que no nos cabía en la mirada. Alzó los brazos y creímos, todos creímos, que ahora sí alcanzaría el paraíso. No quiso, es todo, era su fiesta.

"Akelilí", gritó el Príncipe. "Akelilí", respondieron las antorchas. "Akelilí", gritó el Príncipe. "Akelilí", respondieron las antorchas. "Akelilí", "Akelilí", "Akelilí" gritamos nosotros hasta desgarrarnos las gargantas.

Y bailaba la montaña de llama en llama, y giraba como si no tuviera cuerpo en torno del Príncipe. Y de este lado la danza empezó a poseernos y éramos  un solo cuerpo y una sola voz: "Akelilí", "Aquelilí". Y algunos se animaron y después todos nos fuimos derechito al fuego a hacer pareja con las antorchas.

Que diablo de fiesta no caza. Espera y al final uno va hacia él.

 

 

Daniel Prieto Castillo

Abril, 1996

 

 


Hacia todos los vientos el horizonte era de un vivo verdeazul. Aun de noche, que no había sombra capaz de apagar tanta luz.
La proa de la isla miraba hacia el poniente. Los españoles la habían amurado con un frente de piedras para resistir huracanes y ultrajes de piratas. Nunca detuvo ni a uno ni a otros, pero al menos el muro permanecía y sostenía el malecón. Del castillo de proa casi no quedaba nada. El Gobierno había jurado mil veces su restauración y todo el mundo sabe adónde vuelan tales juramentos.
El palo mayor se conservaba intacto. A nadie se le había ocurrido nunca echarlo abajo. Era un cerrito de unos 300 metros, llamado desde hacía siglos El Morro. Rematado por la casa del Gobierno, había sido asaltado más de 70 veces y sus laderas conocían la sangre y el peso insoportable de un cuerpo muerto. Única altura de esas tierras, era a menudo el blanco de los poetas:
 
"Altas cumbres de mi patria,
donde ni las águilas se atreven".
"Morada del sol,
mirador de las estrellas".
"Torre invicta
en el vértigo del cielo".
 
Aguilas, lo que se dice águilas, no se habían aventurado jamás por esos trópicos. Gaviotas sí, a montones, y pelícanos, y fragatas, y los fieles albatros. Mal podía atreverse un águila en parajes donde sólo se la conocía por noticias. Aunque, para no mentir, René tenía una en su casa, con las alas siempre abiertas, los ojos brillantes, como puñales, el pico desgarrado en un terrible chillido. Como René era buen amigo, cualquiera podía asomarse a verla. De paso se compartía una cervecita y el anfitrión contaba sus aventuras vividas durante siete años de travesía por el mar, a bordo del ballenero Jonás. Él mismo había capturado el águila, luego de una larga persecución y de una lucha feroz en las altas cumbres de Los Andes. Nadie se explicaba qué había andado haciendo por esos cerros de espanto un cazador de ballenas, pero René era buen amigo y no era el caso molestarlo con preguntas carentes de tacto. De todas maneras, su águila había llegado ya embalsamada, por lo que tampoco ella se atrevió a la cima del Morro.
No todos tenían acceso a la bodega. A decir verdad, casi nadie. Solo el Gobierno y la Iglesia. Cuando la cubierta era barrida por ráfagas de viento, agua y piratas, ellos se perdían por los túneles y afuera quedaban luchando soldados y fieles.
Así fue siempre, aunque siempre es una palabra demasiado vasta, pronunciada para aludir a todas las eternidades. Cuando la isla había andado a ciegas por mares de tinieblas, cuando la habían hundido trombas inmensas como las montañas de René, cuando la habían vuelto a la superficie terremotos urdidos en las gargantas oceánicas, no existían ni Gobierno ni Iglesia. Ni tampoco cuando encalló para siempre, recogió velas, soltó las anclas y se adormeció rodeada de aguas verdes y cielos de un azul manso. Mucho más tarde llegaron los hombres, o los parió en sus lechos de mangle. Y mucho más tarde todavía el Gobierno y la Iglesia, a poner orden en esas costumbres demasiado cercanas al mar, porque éste, lo sabe todo el mundo, invita a la desmesura.
En su deriva, la isla perdió varias veces la popa, se fue desgarrando desde atrás hasta tomar esa forma de ballena partida de un solo machetazo, desangrada en acantilados por los que trepaban las olas y los caracoles empecinados en buscar alturas inútiles.
Los últimos retazos de la última popa se los había llevado el ciclón San Zenón. De pura pereza no se llevó también la isla, de puro no saber en qué mares arrojarla. La historia se dividía en antes y después del San Zenón, la historia y la vida. Y pocos quedaron para contar ese después. El Gobierno y la Iglesia se salvaron en las bodegas, aunque el zarandeo fue tan duro, se inclinó tanto la nave a babor, se derrumbó tanto a estribor (abismo hacia lo hondo, abismo hacia lo alto) que el arzobispo murió aplastado por cinco toneles de ron y uno de manzanilla. Y se salvaron algunos fieles y soldados por su radical incapacidad de volar. Y unas pocas palmas, y el malecón de proa, y los restos del castillo. Pero la casa del Gobierno se fue al cielo. Y la catedral también, como corresponde.
Tiempos aquellos. Los hombres anduvieron desnudos y a los tumbos, comiéndose entre ellos, acechando tortugas y cangrejos, despedazando gaviotas vivas a dentelladas, bebiendo de bruces sobre la tierra o de cara al cielo, cuando las lluvias.
Así fue hasta que el Gobierno y la Iglesia se decidieron a salir de la bodega para poner orden en cuerpos y almas.
Las marejadas del tiempo fueron borrando los contornos de la memoria del San Zenón. Solo René lo recordaba nítido, como si lo hubiera visto, como si hubiera sido uno de los incapaces de volar. Pero el ciclón había pasado doce generaciones atrás y René nunca pudo demostrar de manera convincente su inmortalidad. No obstante, contaba cada detalle:
"El cielo cerrado por una noche vacía de estrellas, convertida en una montaña sin márgenes ni frenos; la ballena caída, antes de la llegada de una sola ráfaga, de una sola gota, sobre la catedral; sus alaridos de dolor, sus coletazos que destruyeron el altar y barrieron a los cientos de fieles refugiados en esa casa del Señor; los barcos con las velas desplegadas hacia las estrellas; el mar arrojado hacia las cavernas del cielo y la isla apenas sostenida sobre un endeble banco de arena rodeado de cráteres y fosas sin fondo de las que emergían monstruos del tamaño de cien ballenas, y había estado a punto de rodar, de desbarrancarse, cuando el San Zenón devolvió las aguas en la forma de una ola; así se salvó la isla, pero quedó cubierta de galeones, mantarrayas, caracoles gigantes como auroras, corales, sirenas, de peces espadas clavados sobre las laderas del Morro, estrellas del mar y del cielo, tiburones con gaviotas aleteando entre sus dientes, buques fantasmas y holandeses errantes. “
Llevó dos generaciones devolver tanto desconcierto al mar, y otras cinco construir la casa del Gobierno, la catedral, la cárcel, el hospital, las colonias de los ricos a sotavento, los tugurios agarrados con uñas y todo a las barrancas de la popa; los hoteles, los monumentos, la Avenida de los Héroes y la universidad.
El Gobierno nunca terminó de arrepentirse de haber creado la universidad.
Al principio todo fue calmo como un atardecer sin viento. Funcionaban las carreras de Ciencias del Mar, de Pedagogía, de Literatura y de Astronomía. El Rector Magnífico invitaba al Gobierno a las graduaciones, a los conciertos de la orquesta sinfónica, a los juegos deportivos interfacultades, a las olimpíadas teatrales. El Gobierno afinaba sus sentidos hacia la cultura y hacia las mulatas, que hasta ellas iban a la universidad.
¡Tiempos aquellos! Llegaban puntuales los barcos desbordando putas y turistas, se multiplicaban hoteles y centros comerciales, verdeaban como olas mansas los cañaverales, corrían de mano en mano, de boca en boca, las botellas de ron Macorón, "intenso y suave como beso de mujer"; las lanchas camaroneras inundaban cada atardecer los restaurantes con toneladas de langosta y lambí; los cangrejos se apareaban con furia para llevar sus hijos a las ollas incesantes de las negras en las tabernas del puerto; los veleros veleaban sobre mares como praderas; los pobres ganaban sus monedas tragando fuego en el malecón, arrojándose con el pecho descubierto sobre botellas rotas, bailando, tocando su música, pidiendo, vendiendo trozos de coral, perlas de utilería, velas, pepitas, cocos, maníes calientes, ostras, revistas, chicles, pinturas, collares de caracoles, hijos.
Fue entonces, en esos días de ingenuidad, cuando la universidad creó la carrera de Sociología. El Gobierno ni se enteró. Lo hubiera hecho de haber escuchado a René, pero el Gobierno no suele hablar con antiguos cazadores de ballenas.
René repetía de esquina en esquina, de banco en banco del malecón, de taberna en taberna, dos preguntas tan profundas como la fosa más profunda:
¿Me puede usted decir para qué sirve un sociólogo?
¿Me puede usted decir para qué sirve un sociólogo en una isla?
Cinco años más tarde el Rector Magnífico dejó de invitar al Gobierno y se declaró ateo a todos los vientos. Por entonces la carrera de Astronomía organizaba foros sobre la tenencia de la tierra; la de Ciencias del Mar discutía en torno a la desigual distribución de los océanos; en Literatura arreciaban las críticas al arte por el arte "refugio de pequeños burgueses de espaldas a la realidad", y los de Pedagogía manifestaban junto al Morro pidiendo el cierre de las escuelas para terminar con uno de los "más funestos aparatos ideológicos del Estado".
Una marejada de panfletos inundaba cada atardecer el malecón, con largas explicaciones sobre la contradicción principal: todo para sotavento, nada para barlovento; todo para la proa y la popa anegada en la miseria.
"Marineros del mundo, uníos", decían los contrafuertes del puerto; "cuidado burgueses, nada detendrá la marea alta de la ira del pueblo", decía una cadena de boyas; "la luz de la conciencia borrará las tinieblas de la opresión", clamaba la torre del faro; "la organización es el palo mayor de la revolución", explicaban las laderas del Morro; "el capitalismo es insaciable como mil ballenas", "no hay peor tiburón que el que te muerde el bolsillo", "despleguemos las velas, los vientos del pueblo soplarán hacia el mañana", "la religión es el ancla de los pueblos", "dos nudos adelante, dos nudos para atrás", "solo la tripulación salvará a la tripulación", "temblad opresores, pronto el timón será nuestro", "bogad marineros, bogad hacia el hombre nuevo", "donde no manda capitán los marineros construyen la hegemonía", gritaban todos los rincones de la isla.
El Gobierno comenzó a defenderse con uñas y fusiles. La Iglesia excomulgó al Rector Magnífico y a todos los sociólogos del planeta, luego de una procesión en la cual fue sacado al sol el Cristo de las Mareas. Los sociólogos se revolcaban de risa en la playa. El Rector Magnífico contestó con una de sus frases preferidas: ¿qué le hace un golpe más al pez martillo?
"Les dije", decía René.
El viejo equilibrio saltó en pedazos como un arcoiris barrido por vientos encontrados. Los pordioseros exigieron limosna mínima; las putas se organizaron en el Sindicato de Trabajadoras del Amor; los niños ostreros, los niños contorsionistas, los niños de carga, los niños lustradores, los niños buzos, los niños limosneros, los niños vendidos, los niños golpeados, los niños violados, los niños hambreados, los niños de la muerte, se agruparon en los Batallones de la Alborada.
La nave crujía por todos lados, con vientos desatados desde adentro.
El asalto al Morro comenzó al amanecer. Las primeras defensas cayeron como castillos de proa sostenidos por naipes, ante el primer avance de las brigadas femeninas de Pedagogía; las segundas fueron destrozadas por los Batallones de la Alborada, que trepaban cantando; las terceras resistieron hasta el mediodía y fue el Rector Magnífico quien encabezó el pelotón de pordioseros reforzado por una cincuentena de sociólogos; las cuartas huyeron en desbandada, como un puñado de gaviotas enloquecidas por un remolino.
Entre las primeras líneas de la vanguardia y las murallas indefensas de la Casa del Gobierno, quedaban apenas unos pies de distancia. "Vamos muchachos, el palo mayor es nuestro. Tumbemos el poder, sumerjamos para siempre la maldita nave del Estado", arengó el Rector Magnífico. Un único grito desgarró cada pecho. Los sociólogos ganaron los primeros puestos y el palo mayor estuvo a punto de quebrarse por tanto cuerpo en pos de su cima.
Era el atardecer. El mar apenas si respiraba, borracho de luz. El cielo vacío de nubes, limpio como una primera mirada.
René llegó el primero a la terraza del Gobierno. No porque lo hubieran convencido los sociólogos. Pasaba por ahí y sus amigos lo invitaron. René nunca había negado ayuda a un amigo. Cuando su figura casi redonda completó el abordaje y asomó por encima del último muro, una aclamación detuvo el tiempo, los pájaros en el cielo, las olas. René sonrió con cierta displicencia; nada más peligroso, lo sabía muy bien, que un aplauso. Había comprendido muchas mareas atrás aquello de "la fama es puro cuento". Alzó los brazos y miró hacia el trozo de horizonte situado frente al malecón. Entonces la vio, entonces gritó por encima de todos los gritos, como aquel Esténtor que inmovilizó a los ejércitos: "Ahí sopla, ahí sopla, sopla a proa".
"¿Qué le pasa a este ballenero loco? ¿Quién carajos sopla?", alcanzó a preguntar el Rector Magnífico. Solo a preguntar. Los batallones se le desgranaron piel a piel, en una carrera sin frenos ni márgenes hacia el malecón. Quince minutos más tarde se quedó junto a la Casa del Gobierno acompañado por un puñado de sociólogos.
Con los ojos anegados por oleadas de lágrimas, apenas sostenido sobre la arena bañada por olas mansas, bamboleándose como una boya borracha de sol, hablaba René de cara al mar.
"Otra vez tú, monstruo querido, otra vez tú. No me sorprendes. Siempre presentí tu presencia, por más distancias, por más tormentas, por más océanos que nos separaran. Todos te sabíamos incapaz de morir, yo el primero. Y ahí estás, ahí soplas, como siempre, monstruo querido, montaña nevada hasta las faldas, bellón de espuma infinita, cresta del cielo, luna plena, colina de plata, torre de luz, isla viviente, jamás pisada por hombre alguno. ¿Cuánto esperé? ¿Cuántos amaneceres me encontraron con la mirada sujeta al lomo manso de las aguas? ¿Cuántas noches me adormí acunado por las olas, seguro de adivinarte entre una estrella y el terco brillo de la luna? ¿Cuántas veces grité ahí, ahí sopla, y no eras tú? No me sorprendes, te supe siempre, devastando quillas, abriendo brechas a estribor, como si el estribor de una nave fuera de manteca; deslizándote entre lluvias de arpones incapaces de arañar tus laderas perfectas. Y, sin embargo, dudo. Eres tú, lo sé, lo siento, la misma que miraba agarrado con desesperación a las garcias, cuando algunos locos salían hacia ti hambrientos de muerte, para saciar el hambre en la propia. Eres tú y a la vez no eres. ¿Desde cuándo tanta mansedumbre? ¿Desde cuándo ese jugueteo, como si todo el espacio fuera tuyo? ¿En qué raíces de la tierra se apaciguó tu furia? ¿En qué cerrojos de los abismos quedó encerrada? ¿Qué atardeceres remotos te serenaron? ¿Dónde, dónde te baño la paz?"
Ella no lo escuchaba. Ni nadie. Sobre el malecón los alaridos de alegría llegaban hasta las estrellas. Ella retozaba entre las olas profundas como si no tuviera cuerpo. Esparcía arcoiris con su chorro hacia todos los vientos. A veces dejaba uno flotando y saltaba para zambullirse en él y su piel se vestía de siete colores. Las aguas se desgarraba en dos cuando caía, ancha herida coronada por cataratas de espuma.
Si se sumergía y demoraba en el regreso, el aliento quedaba como cortado de un machetazo, los ojos lastimados de tanto hurgar la superficie estridente de luz, los músculos tensos, como cuando se anuncia una pérdida infinita. Dejaba ella una ausencia más grande que sí misma y no importaban entonces el caracoleo de los pelícanos a lo alto, ni un coctel de lambí, ni la espalda joven de una mujer, ni siquiera un trago de ron.
Volvía, volvía siempre, y la recibían las gargantas desgarradas en un solo aullido, el llanto, que también se llora de dicha, los brazos agitados como banderas, la música, capaz de hacer bailar al arzobispo del brazo del Gobierno. Tanta piel se enlazaba entonces, tanta saltaba hacia el sol, que la isla se inclinaba por la proa y más de una vez había estado a punto de irse a pique. Ella se contagiaba de la alegría y rompía olas a coletazos, iba hasta el fin del mundo y regresaba como una locomotora, el chorro curvado hacia atrás por la velocidad. "Si no se frena, gritaba René, nos parte en dos". Nadie lo escuchaba y a nadie le importaba. Y se frenaba, casi a sus pies, para deslizarse otra vez.
El juego se aplacaba hacia el atardecer. Ella bogaba perezosa con su cola, amansaba las olas y los vientos; se detenía, como otra isla, y las gaviotas venían a descansar sobre sus espaldas. La serenidad trepaba por el malecón, atrapaba piernas, brazos, sexos, y el amor era como una mansa marea alta, como la brisa golpeada por la luna, como una mirada correspondida. De noche brillaba la otra isla, adormecida entre lechos de algas y olas de plata.
El Gobierno y la Iglesia demoraron quince días en salir de la bodega. Nadie se acordaba de ellos, nadie salvo el Rector Magnífico y los sociólogos, olvidados también éstos por la multitud aferrada al malecón.
El Gobierno decretó el perdón de todos los alzados, tres jornadas de fiesta y un gran desfile por la Avenida de los Héroes. Ese día, y a esa hora, ella multiplicaba arcoiris en una escalera que casi llegaba a las estrellas. Ni los soldados se presentaron a marchar.
La Iglesia proclamó el milagro, la llamó Mensajera de Paz, Signo del Señor, Himno a la Alegría, Gloria del Mar, y anunció la Misa de la Reconciliación a cargo de su excelencia el arzobispo. Acudieron cinco beatas, veinte religiosas, treinta y dos sacerdotes, el Gobierno y René.
Rara vez se veía a monseñor en público. Ya desde mucho antes de la irrupción de los sociólogos, regía desde su cuarto los destinos del alma de la isla. Un infatigable proceso de elefantiasis generalizada le había multiplicado por tres el cuerpo en los últimos quince años, con la consiguiente multiplicación del ancho de las camas, del vano de las puertas, del diámetro de los platos, del largo de los tenedores y del volumen de los vasos. Y mientras se desparramaba en todas direcciones, su voz perdía fuerza para acercarse al gorgoteo de un flautín. Desde las cavernas de la boca, desde las fosas de los pulmones, brotaba un chillido débil, apenas articulado en palabras.
"Amados hermanos (arrancó el flautín en sol sostenido): el Señor se ha acordado por segunda vez de nosotros. Cuando estas tierras se convirtieron en la Sodoma de los mares, cuando la madre deseaba al hijo y la hija al padre, cuando el pecado tenía más presencia que los cocos y las olas, el Señor de las Tormentas nos purificó con el San Zenón. Hacía falta un viento tan fuerte (la sostenido) para barrer tanta ignominia. Pero el Señor de las Mareas fue generoso y salvó a los mejores hombres (si menor) para continuar su obra en estos espacios de su reino (René abrió grandes los ojos y sonrío para adentro y para afuera; monseñor lo miró desde sus pupilas sin límites). ¡Los mejores (furioso si mayor), los más píos! La mano del que-todo-lo da y todo-puede-quitarlo les echó un ancla para sujetarlos a la tierra. Y ellos ayunaron en su honor, hicieron procesiones y se arrepintieron de sus pecados. ¡Así fue! ¡Así fue! No como lo andan contando por ahí algunos torpes fantaseadores, capaces de jurar sobre sus mentiras (René se tragó la sonrisa y puso cara de arrepentido). Esa fue, amados hermanos, la primera bendición del Gran Almirante. Durante muchas generaciones pareció olvidarse de nosotros. Y, sin embargo, estuvo siempre, en las redes fecundas de nuestros pescadores, en el juego de los delfines, sus criaturas más gentiles, en las naves con vientos propicios, en las mareas regidas por su perfecto reloj, en el retorno de los marineros. Así pudo haber sido siempre. Mas el Maligno acecha con su arpón de fuego y sus anzuelos de hiel. Esta vez no atacó con batallones de monstruos marinos, no se aprovechó de la debilidad de la mujer, no maldijo las aguas para privarnos de sus frutos, no ensució el horizonte con sus inmundas heces. ¡No (si mayor cercano al aullido), no, no! Llegó serpenteante, vestido de palabras, en las ancas de un discurso capaz de pisotearlo todo. ¡Ay hijos míos, por la boca muere el pez y por la oreja el hombre! ¡Tan débiles sois, pobrecitas criaturas mías! Si ya existe la Palabra (sol sostenido), si ya fue dicha para todas las eternidades, ¿a qué abrir los oídos a otras nacidas de la sucia garganta del que-todo-lo-niega? Así fue sembrado el odio (la menor), así fue negada la sabia conducción de la nave por nuestros gobernantes (si menor), así fue difamada nuestra Madre Iglesia (aullante si mayor), así cundieron la anarquía y la blasfemia y hasta hubo quienes (fatigado sol sostenido) presumieron de no creer en el Supremo Navegante. A pesar de todo, Él quiso darnos otra oportunidad. Cuando las huestes infernales estaban a punto de completar su abordaje a la nave de la ley, apareció ella a la proa de nuestra isla. Y quiso el Príncipe de las alturas y de los abismos que a un gran pecador le tocara anunciarla (René enrojeció hasta en las nalgas), porque los caminos de la Gracia son indescifrables y hasta el día del Gran Juicio nadie sabe cuál será su papel en el Drama Celestial. El Supremo Piloto economiza sus milagros. Si a Jonás lo mantuvo tres días en el vientre del gran pez, a nosotros, extraviados como aquellos ninivitas, nos envía sin preámbulos el pez. ¡Gloria a Quien tanto nos quiere (si sostenido)! Ella es blanca, no podía ser de otra manera. ¿Quién sabe si no estamos ante una de las formas del Espíritu Santo? Solo una montaña semejante podría albergar algo tan grande. Así se explican el abandono de los caminos de la violencia, la alegría de quienes se congregan junto al malecón, que los seres se gozan en la contemplación del Supremo, como enseña el Maestro Agustín al final de su Civitas Dei. El Santo Espíritu bendice nuestras aguas y nuestros corazones. Dejémonos bañar por su luz, recuperemos la alegría y volvamos luego al trabajo, a nuestras diarias rutinas. El Milagro del Gran Pez (fa menor) nos ha salvado".
René salió al sol con la cabeza inundada de dudas. Ella no podía ser el Espíritu. Monseñor se había dejado llevar por su pasión de hombre de fe. El Espíritu no sale por el mundo a desbaratar escuadras de naves, a tumbar arponeros, a destrozar hombres a coletazos. Aunque eso había sido antes. ¿Y si fuera verdad? Así se explicaría su mansedumbre, su perdida ferocidad.
Una manifestación de sociólogos encabezada por el Rector Magnífico le interrumpió las cavilaciones. Cuando uno oye semejante palabra, con sus cinco sílabas, piensa en calles desbordadas de brazos y piernas, en ríos irrefrenables de seres. Pero, a decir, verdad, la palabra le quedaba grande a ese par de docenas vociferantes:
"¡Mueran las trampas del imperio!"
"¡La contemplación arruina la revolución!"
"¡No es tiempo de miradas!"
"¡Primero el poder, después el placer!"
"¡Primero la hegemonía, después la poesía!"
"¡Ella ha sido amaestrada en los acuarios del imperio!"
"¡Rompamos el hechizo para construir el hombre nuevo!"
El corazón de René estuvo a punto de estallar por una tromba de dudas.
Los días sumaron semanas. Cada amanecer despuntaba la alegría en el malecón. La isla toda vivía abrazada en la proa. Nadie volvió al trabajo, ni a los templos, ni al frente de lucha. El Gobierno, desarmado, lanzaba decretos de días laborables caídos, de congelamiento de salarios, de despidos masivos, de confiscación de cuentas de ahorro. Como si lloviera finito. Monseñor abandonó la versión del Santo Espíritu y condenó el paganismo, la adoración a un monstruo, los bochornosos espectáculos entretejidos a la luz de la luna, el exceso de risa. Los sociólogos se mezclaban con la multitud y reclamaban a gritos los viejos ideales, el regreso al campo de la historia, el camino hacia el mañana. Como si lloviera finito.
Y hubieran continuado así, por siglos para nada, de no haber aparecido tres leyendas:
"El trabajo es la tumba de los pueblos", en las paredes de la Casa del Gobierno;
"Ella es Dios", en el arco de entrada de la catedral;
"El hombre nuevo me importa un huevo", en el muro norte de la Facultad de Sociología.
Y una cuarta, a todo lo largo y ancho del malecón:
"Déjennos jugar".
En una noche sin luna, protegido por la sombra de las estrellas, con la línea enroscada como un enorme queso en la popa, los cortos brazos contraídos de esfuerzo y de dolor a cada movimiento de los remos, los dientes apretados para evitar el temblor de la mandíbula, los arpones sujetos a la proa como lanzas del más asustado caballero, su cuerpo de boya con los pies colgando del asiento, bogaba René por primera vez en su vida.
¿Por qué dijiste sí?, gritaba el corazón. Porque no podía decir no, contestaba la cabeza. Nada costaba contar la verdad, aullaba el corazón. No pude, gemía la cabeza. Siempre me negué a tus mentiras, se endurecía el corazón. No era por mentir, a los amigos les encantan las historias, aclaraba la cabeza. ¿Historias?, torres de fábulas creaste, gruñía el corazón. Era hermoso tomarse una cervecita y tocar la flauta de la palabra para que todos me siguieran, murmuraba la cabeza. ¿Hermoso? ¡Hermosa muerte blanca nos espera!, se quebraba el corazón.
El Gobierno había llegado el primero a casa de René. No, no venía a ver el águila, ni le interesaban las aventuras en las infranqueables murallas de Los Andes. Tampoco lo movía la curiosidad por la forma de aparearse de las ballenas, ni el anhelo de saber del pulpo dotado de tentáculos del tamaño de un amanecer. Ya conocía la versión del San Zenón y, por supuesto, le creía a él y no a Monseñor. Si había venido era para reclamarle un servicio a la patria, que sería recordado por generaciones de generaciones. Nada difícil, por supuesto. Su fama de arponero se extendía por todos los océanos y ahora que la nación estaba al borde de la quiebra gracias al hechizo ejercido por el monstruo, solo su potente brazo podía terminar con él.
Después, monseñor. René fue convocado a un encuentro en el palacio arzobispal. ¿Crees en Dios, hijo mío?, preguntó esa boca capaz de tragarse un pez espada de lado. Sí, padre. ¿Crees entonces en el demonio? Sí, padre. ¿Crees que ella es el demonio? Largo silencio. El flautín se perdió en un agudo y las bombillas de la lámpara saltaron en pedazos. ¿Es ella el demonio? Sí, padre. Lo es, hijo mío, lo es. Guardarás el secreto de éstas mis palabras, estamos ante el Maligno en su forma más refinada, más tenaz. Hemos exorcizado las aguas, hemos bendecido los océanos, hemos clamado por el apoyo de los batallones celestiales, y ella sigue allí tan campante. ¿Leíste la blasfemia en el arco de la catedral? Sí, padre. Ella es la primera avanzada de una marejada de monstruos. Si no la detenemos, este valle de lágrimas se convertirá en una laguna de sangre pagana. Tú eres el elegido, hijo mío, tu brazo es ahora el Brazo de Dios, tu arpón será el rayo capaz de destruir ese falso ídolo, ese becerro blanco de las aguas.
Los sociólogos y el Rector Magnífico habían merodeado varias noches la casa antes de animarse a tocar. René los conocía de lejos, por más que trataran de confundirse con las sombras. Cuando por fin se atrevieron, ya el viejo ballenero había tomado su decisión. ¿Crees en la Revolución, René? Largo silencio. ¿Crees en una sociedad distinta? Largo silencio. ¿Crees en el hombre nuevo? Largo silencio entrecortado por una sonrisa. ¿Crees...? René los interrumpió fatigado. ¿Han venido ustedes a pedirme que acabe con ella? Está bien, saldré a enfrentarla en la próxima luna nueva. Los visitantes se exaltaron hasta las lágrimas. Brazo Armado de la Revolución, Arpón de la Clase Obrera, fue bautizado el anfitrión entre vítores. El Rector Magnífico le prometió un doctorado honoris causa y un busto a la entrada de la universidad.
Así bogaba René esa noche, rumbo a su triple gloria.
¿Qué harás?, preguntó la cabeza. Ni idea, contestó el corazón. ¿No se te ocurrirá alzar el arpón, verdad? Largo silencio. Si lo haces nos caeremos al agua. Largo silencio. ¿Te has mirado los brazos, te has mirado la panza, te has mirado la estatura? Largo silencio. Nos ahogaremos, nos ahogarán tus mentiras, maldito cocinero de barco metido a presumir de arponero. La cabeza lloraba y el corazón calló. Ambos avanzaban sin ruido, cual la noche.
El bote se deslizó como una sombra desde la cola hasta la mitad del flanco izquierdo. René caminó sentado hasta la proa, se puso de pie y sujetó uno de los arpones con sus dos manos. Ella seguía quieta y le ofrecía su ladera alta como una muralla nevada de Los Andes. René alzó el arpón y casi se fue de boca al mar. Cuando al fin lo pudo sostener a la altura de su pecho, gritó por encima de todos los vientos:
"Me han mandado a matarte, monstruo querido, me han mandado a teñir de sangre la noche para que dejes de alegrar estas playas nuestras. Por eso grito: despierta y aléjate. No seré yo quien te clave este arpón. Vete, busca otras aguas; éstas ya no te son propicias".
La isla ni se dio por enterada.
"Despierta, tengo tu muerte en mis manos y tú tan tranquila. ¿Dónde quedó tu furia? ¿Dónde la rapidez de tus reacciones?"
Ella soltó un chorro a manera de ronquido, el bote se bamboleó y el Salvador de la Patria, Brazo de Dios y Arpón de la Clase Obrera, cayó de bruces y quedó enredado en la línea. Pasaron minutos como cielos hasta que el bamboleo cesó y René pudo recuperar la posición erecta.
"¿Me oyes o no, gigante imbécil, saco de esperma? Puedo atravesar tu delgada piel, arrancarte el corazón, arrastrarte hasta la playa, y tú tan campante".
Ninguna respuesta, sólo un ligero movimiento de la cola.
"Está bien, te lo buscaste, si no sabes escuchar mis palabras, si eres indiferente al amigo, prestarás atención al enemigo. Yo te atravieso, en el nombre del Gobierno, de Dios y de la Revolución".
Alzó por encima de su cabeza el arpón y, cuando estaba por lanzarlo, el peso lo venció y se fue de espaldas. El hierro cayó fuera del bote y la línea se desenrolló como una culebra encabritada, llevándose al mar todo lo que encontraba a su paso, es decir, al arponero y los remos. René no sabía nadar. Se había tragado medio océano cuando atinó a sujetarse a la línea enganchada en el segundo arpón y trepó por ella hasta la superficie. Le llevó dos horas entrar otra vez al bote y tres días de deriva encontrar una corriente que lo devolvió a la isla por el lado de los acantilados de la popa; el tiempo suficiente como para achicharrarse de sol y meditar.
Cuando hundió el bote, cuando enredó caracolitos en sus cabellos, cuando se vistió de algas, René pisaba de otra manera sobre la tierra.
Apareció al atardecer, en un contraluz exacto, en la playa al pie del malecón. Ella jugaba a sus espaldas mientras narró los tres días y noches en su vientre. Había sido forzado por el Gobierno, monseñor y los sociólogos a embarcarse para darle muerte. Bogaba con el propósito de arrojar los arpones al mar, pero una ola gigantesca le había volcado el bote. Las aguas estaban por sepultarlo cuando ella abrió la boca y lo salvó en su vientre. Allí permaneció todo ese tiempo, como Jonás, como Pinocho, y pudo meditar sobre las cosas del cielo y de la tierra. Su corazón comprendió el mensaje: nadie podrá jamás con ella, nadie nos quitará la alegría.
El propio René dirigió la construcción de la gran nave. Hacían falta muchos pies de eslora, un tremendo puente y una quilla capaz de atravesar las tormentas, para albergar al Gobierno con sus generales, sus secretarias, sus queridas y sus libros de decretos, a monseñor, con sus acólitos, las cinco beatas y sus reliquias; a los sociólogos con sus bibliotecas y sus alforjas llenas de palabras.
Y se salvaron de la travesía el Rector Magnífico, por su pública renuncia a tanta catedral de palabras y su borrachera de una semana en el malecón, donde volvió a ser el de antes; el padre Chemita, párroco de Nuestra Señora de Barlovento, y el hermano Sebastián, hombres de fe y no de viejas burocracias.
Cuando todos estuvieron a bordo, René vació el loquero y nombró capitán a un melancólico, piloto a un delirante y copiloto a un autista. El resto de la tripulación quedó integrado por querulantes, megalómanos, esquizos, paranoicos, hebefrénicos, maníacos, catatados y catatónicos.
La embarcación fue provista de una brújula fabricada por el Salvado-por-el-gran-pez, que marcaba siete nortes, cuatro sures, diez y seis estes y veintidos oestes.
Toda la isla se reunió en el malecón cuando la nave se alejó trazando eses, zetas, equis, caracoles, ochos, estrellas de mar, estrellas de David, estrellas de Goliat, rectángulos, triángulos isósceles y escalenos, círculos, semicírculos, diámetros, tangentes y secantes.
Ella la acompañó hasta el horizonte, abriéndole el camino con docenas de arcoiris.
Después regresó, y la isla fue una fiesta para siempre.
 
Daniel Prieto Castillo
1989

A don Juan Dragui Lucero,
por la lectura incesante de nuestros duros espacios serranos.
 
Querido Juan,
 he releído El Bailarín de la Noche, que usted escribiera hace más de 20 años, y me ha vuelto a colmar de miedos y de recuerdos esa imagen suya del Diablo bailando ante una asamblea de muertos en la Cueva de la Salamanca en su noche del sábado.
 Puedo escribir de memoria los dos primeros párrafos:
"Yo, en mí mismo, asisto a la función. Afiebrado palabrerío andante me empujó a la pasión por verlo, por remirarlo más allá del apagamiento de mis ojos; encontrarle faltas, señalarlas en su desmedro. Conllevado por la procesión nocturnal pude llegar. Y aquí estoy yo, apostado entre los mirones ansiosos; todos con las caras apretadas contra las aristas del escenario donde el bailarín sospechado acudió a la citación del Arte.
El escenario en penumbras presenta al artista en la palma de su mano humosa,emergida de los hondos de la tierra. Y él acudió, todo vestido de negro, chalina terciada al hombro. Sombrero negro, de anchas alas, más oscurece la ensombrecida oquedad de sus ojos."
Y recuerdo este otro párrafo: "Llena la noche de los mirones con sus mudanzas y acallados zapateos. Destellos astrales bajan a sus pies; quedan en lo oscuro su rostro y su cuerpo en danza. Lo tapujan mantos de penumbra, desdibujando los contornos del bailarín supremo. Sus filigranas en las aristas del Arte laborean escarceos de amor en duelo; trazan fantasías de sueños en jardines de pesadillas."
Hemos hablado muchas veces de su bailarín allá en Mendoza, Juan. Le he repetido siempre que de toda su maravillosa obra (desde Las Mil y una Noche Argentinas en adelante) esas apenas cuatro páginas llenan un espacio inmenso en la literatura andina, porque hay en nuestra Argentina una literatura andina, poco conocida, pero no menos valiosa.
He utilizado una y otra vez en los cursos que me toca coordinar por América Latina sus páginas y me he apasionado por explicar ese espacio que usted va pintando, el de las montañas altas como cielos, capaces de guardar legiones de diablos.
Casi no sé nada de los diablos del trópico, deidades menores, de pocas raíces, como los árboles de por allí, serán. Usted imaginó (¿vio?) al más celebrado bailarín criollo:
"Sabemos quien es él, de donde emergió el Bailarín de la Noche. Como él, nos silenciamos en las sombras".
Usted vio un solo diablo, Juan, capaz de cautivar a tanto muerto. Yo vi docenas, cientos, contoneándose ante muchedumbres delirantes. Usted vio un solo diablo, de mirada sombría, el poncho negro, el sombrero aludo volcado sobre la frente, “orlado de mudanzas olvidadas, de estilos perdidos”:
Yo vi seres deformes, con ojos del tamaño de dos puños, salidos con violencia, las gruesas venas rojas surcando los globos, las pupila gris o de un negro rabioso. Vi sus cuerpos acordoneados, sus dientes disparejos, agudos como lanzas, arañas negras, verdes, en las mejillas, un cetro en la mano, serpiente o dragón, con fauces abiertas, capaces de tragarse a un inocente. Vi sus cuernos terminados en cabezas de serpientes o dragones, rojas las fauces abiertas, verde biliosa la piel, muchas cabezas, cada diablo terminado en una hidra. Cientos, miles. Solo una montaña tan grande puede albergar tanto diablo. Las manos enguantadas, rojo y negro, uñas atroces, la espalda surcada de jorobas puntiagudas, como los dragones que nombró Agustín.
Dueños de la calle los diablos. Abrían el camino dos tan altos y perfectos como los soñados por Milton. Me paré cerca de ellos, caminaban erguidos, vertical la espalda, una ancha capa desde los hombros bordada de dragones, monstruos ni siquiera soñados por el Bosco, arañas gordas, como dispuestas a saltar encima de cualquier mirón.
Pasaron primero los diablos bailarines, miles, en danza y contradanza, tan ágiles que apenas si rozaban el suelo. De la familia del suyo éstos, seguro. Recuerdo sus palabras, Juan, y valen para los diablos de avanzada en ese desfile infernal:
"Todos los mirones lo vemos desenredar su palabreo plástico al son de músicas remotas: sigue el hilván musical con pies cariciosos..."
Así iban los míos, como un susurro sobre la calle, apenas sobre la tierra, apenas sobre sus pies, todo el cuerpo, el terrible cuerpo cogido por la danza.
Pero diablo no solo es belleza, Juan. Detrás llegaron los otros, con cuerpos reptilíneos, sin capas, bamboleantes, contoneantes; el acordeón de la piel quebrándose a un lado y a otro; la espalda encorada, los pasos cortos, un látigo en la mano con el que arreaban montones de diablas. Mujeres eran, los diablos son deformes pero aman las formas. Diablas de cara descubierta, diablas sensuales, diablas como ángeles.
Entre ese torrente de deformas y formas pasó la China Zupay, la gran mujer del Diablo, con sus ojos amarillos, desorbitados, con su vestido de un amarillo más violento, chillante, sobre un cuerpo que no me cabía en la mirada, y bailaba la China como sino lo tuviera, valseaba de un rincón a otro de la calle, tomado el inmenso talle por un infinito brazo de un bailarín invisible; se contoneaba frente a los diablos que la seguían regando baba.
No recuerdo música en su bailarín. ¿Solo figuras silenciosas ven los ojos de tanto muerto? ¿Era sombra, fuego, ese diablo sobre el fondo de la cueva?
"El Bailarín de la Noche ofrenda su última maestría del Baile, pero ya es sombra en las sombras finales".
No se oyen en su escrito ni el chasquido del poncho ni el golpe de los pies en el zapateo. Danza muda, miradas mudas las de los mirones.
Mis diablos no. Gritaban a coro, rugían al sol, a la noche, golpeaban la única espuela, plantaban en un solo ritmo el pie sobre la tierra. Y el ritmo lo daban cientos de orquestas recortadas entre el desfile. Humanos los músicos. Toca para el Diablo el hombre la música que él le pide. Pasaban algunas orquestas graves, serenas, entregadas al borboteo del instrumento. Otras se animaban, se contagiaban de los diablos y se movían con la elegancia de los bailarines o con el bamboleo de los reptilíneos.
Ninguna cuerda se oía. Los bombos empozaban las pisadas, los tamboriles martillaban las sienes, los oscuros clarines contrapunteaban con los trombones. Ninguna cuerda, para fiestas menos brutales dejarán guitarra y charango los diablos.
Recuerdo a un músico, los platillo tocaba. Los hacía estallar en el aire, saltaba para eso. Luego se acuclillaba, hacia estallar las piedras, con los instrumentos bocabajeados.Recuerdo a otro, enrojecido, los ojos a punto de rodar por la calle, soplando un saxofón, hinchadas las venas del cuello.
¿Puro diablo, mujeres, orquestas vi? No Juan. Poder es poder. Si Diablo sale a la calle saca a pasear todo lo suyo. Entre una diablada y otra pasaban los caporales. Usted sabe, Juan, mucho de ellos, les conoce las mañas, les ha seguido los pasos allá en Cuyo. Diablo es diablo, Juan, y hombre también es diablo. Cuerpo, manos, ojos de hombre tenían esos diablos. ¡Era de verlos! Violentos, orgullosos, el sombrero aloso sobre la espalda, las botas negras, brillantes, dos espuelas, que el Diablo se sabe también disimular; un látigo cortante en la mano; gozosos pisando fuerte sobre una tierra que nadie acaba de quitarles. Rostros sanguíneos, jóvenes, cortados aquí y allá por un robusto y peinado bigote; bronceados por un sol bajo el cual no trabajan, se carcajeaban los caporales.
No venían solos. Abrían sus cabriolas mujeres con botas ceñidas por encima de las rodillas, los tacos altísimos; altísimas también las caporalas. Se contoneaban frente a los mirones, besaban el aire con gruesos labios pintados.
El infierno tiene sus encantos, Juan. Aunque quién sabe, aunque tal vez eso le van mostrando a los mirones para atraerles los pasos.
No venían solas tampoco ellas. A veces adelante, a veces atrás, brincaban orgullosos los niños caporales. Los cuerpecitos erguidos, agresivos los varones, andar sensual las pequeñas. El Diablo sabe de trampas, entreteje sus senderos también entre los niños.
Críe usted un angelito entre caporales y se hará caporal. ¿Hay otra alternativa?
Latiguitos llevaban los chicos en la mano derecha, botas brillantes, sombrero aludo. El poder es dulce para los labios que lo saborean, aunque sean labios de niño. La mancha del padre mancha al hijo y el pecado original no fue nunca solo el de la carne; pecado es disponer de fuerzas y vidas ajenas. Como fuerzas y vidas de negros y de indios.
Los negros. Usted conoce Juan. Usted fue el primero en mostrar los juegos de aquel Ejército Libertador en que podían ser canjeado un blanco por cinco negros, un hijo de caporal por cinco no era mal negocio. Guerra es guerra. Contaban más diez brazos recios que dos amariconados.
¿Desvario? ¿Pierdo nortes? No. Negro es infierno también. ¿Los ha visto bailar? Diablos negros brotaron de todos los rincones de la tierra. Brasas sus ojos, brasas de un fuego oscuro, los cabellos cerrados en rulos. Al frente iba uno de cuerpo inmenso, casi tan alto como los diablos más altos. Tenía la ropa blanca y negra, negra y blanca, repleta de cascabeles. El era, Juan, su misma orquesta. Agitaba los brazos y los cascabeles estallaban en agudos; quebraba las caderas y ahullaban, ululaban sus largas piernas; eran los cascabeles gargantas de las que brotaba el repiqueteo de cien mil palmas delirantes.
Detrás, frenesí violento, negros y negras quebraban hasta el horizonte con sus contoneos. Maracas y tambores, un tam-tam capaz de agitar al más muerto, las piernas desnudas, perfectas de las mujeres; las caderas libres de cualquier atadura, los dientes enormes, desparramados en carcajas; los brazos alegres, ya enlazados, ya dibujando geometrías imposibles en el aire, venían.
¡Era de verlos, Juan! Todo el espacio para ellos, lo quebraban, lo cerraban, lo abrían, lo cercaban aquí, lo liberaban allá.
Flanqueaba la danza un negro tan inmenso como el primero. Sobre sus hombros, dormido, la cabecita enresortada, un negrito, largo calzón blanco, el cuerpo flojo, metido en el ritmo violento de su padre.
¿Terminaba todo allí? ¿Con negros termina su fiesta el Diablo? No Juan. Faltaba todavía otra danza, la más larga. Indio es diablo también. Ya lo sabía Cortés, el arte mexicano era un canto a todos los demonios.
Hubo que destruirlo entonces. Indio es diablo, es pagano. Uno trabaja siglos para abrirlos a la fe y en cualquier descuido asoman sus viejos dioses, sus costumbres. ¿Les ha mirado los ojos? No son mansos, no son transparentes. Ocultan siempre algo, ocultan ritos, cultos; leen de otra manera. No terminará nunca la tarea con ellos.
Hacia 1880 Andrés Guachoco encabezó en Trinidad un movimiento mesiánico. Lo mataron. En 1887 se quejaban Daniel Suá: Andrés "disputó al pastor de Trinidad sus ovejas, el culto a Dios y a los hombres la civilización".
Así fue siempre, así será. Esos ojos leen de otra manera, esos ojos hablan de otra forma; no podemos entenderlos. Tantos siglos en diálogo con la montaña y el desierto, ¿qué podemos entender? La montaña y el desierto son el Diablo, es cosa sabida.
Ponchos rojos traían los primeros, rostros huesudos, mirada dura; aunque una luz bailaba en ella, mirada oscura y brillante. Fino pantalón blanco, ceñido a las piernas. Y las zandalias de cuero grueso; atadas a ellas unas gordas espuelas dobles que entrechocaban al avanzar y eran como el estallido de mil estrellas de metal. Sordo dejaban el aire, el cielo, la tarde, a cada paso.
Y no eran pasos monocordes, no eran de esos que consisten en uno, uno y uno. No. Uno, dos y tres, reventaban las estrellas; uno, tres y dos; dos, uno y tres, se iba enredando y desandando el ritmo.
Detrás, arreadas por los diablos reptilíneos, dos hileras de cholitas, las largas trenzas negras, las ruanas de vicuña, bordadas de lentejuelas, que solo sacan cuando es fiesta, de Dios o del Diablo. Fiesta es fiesta. Media vuelta a la izquierda, media a la derecha, las largas faldas, rojas, verdes, negras, tejiendo figuras en el aire, las trenzas sobre las ruanas, como latiguitos incesantes, los ojos brillosos, algunas con enorme sonrisa, otras concentradas en un sueño, iban.
Ya era la noche, Juan. Las últimas comparsas de indios-diablos pasaban entre nosotros, los mirones. Un día entero llevábamos agarrados a ese desfile infernal. No había luz, pero brillaban ojos, dentaduras, espuelas; brillaban danzas y contradanzas, que diablo de noche tiene su propia luz.
La última comparsa se extenguió entre las sombras y los mirones llenamos la calle. No cabíamos en ella y nos fuimos abrazando entre tanto sueño y tanto recuerdo de lo visto. No hablábamos, no hacíamos un ruido, necesitábamos apagar imágenes, bullicio, prodigios.
Nos fuimos desparramando sombra a sombra, como usted dijo, Juan, ya éramos sombras en las sombras finales. Nos fuimos perdiendo entre las callecitas de Oruro, a cuatro mil metros de altura, rodeados de las cuevas en las que habitan los diablos de la montaña, las infinitas cuevas de la Salamanca que usted entrevió en su relato.
Era la noche del sábado, la noche de carnaval. Los diablos más pobres de la tierra habían ganado las calles. Por un día fueron dueños de tierra y cielos, de superficies, de horizontes.
Un día, Juan, que algo es algo cuando a uno lo han condenado por todas las eternidades a vivir enterrado en las miserables cuevas de la Salamanca.
 
Daniel Prieto Castillo
Agosto, 1989